13 de junho de 2008

A Realidade de Deus e o Drama do Homen.

REALIDAD DE DIOS Y DRAMA DEL HOMBRE
por Manuel Fraijó Nieto

Introducción
BAJO el título Realidad de Dios y drama del hombre, los responsables de la CÁTEDRA DE TEOLOGÍA CONTEMPORÁNEA me piden que preste especial atención al «humanismo-ateo»; es decir, a ese ateísmo que se remite a la defensa del hombre como causa última de su opción atea. Se trata de importantes movimientos filosóficos, nacidos sobre todo en el siglo XIX y primera mitad del XX, pero que han mantenido su vigencia hasta nuestros días. Su tesis es bien sencilla: Dios y el hombre se excluyen. Los intentos de armonización terminan perjudicando siempre al hombre. Donde se afirma la existencia de Dios se sentencia al hombre a una situación degradante y alienada. Los dioses expropian a los hombres.
Intentaremos verificar y valorar esta tesis en algunos de sus principales representantes. Pero, antes, permitaseme una observación. Parto de la definición convencional de ateísmo: ateo es el que no cree en Dios. Pero confieso que lo hago a disgusto. Mi conferencia debería
haber ido precedida de otra ponencia de índole filosófico-teológica que, antes de examinar las diferentes clases de ateísmo, analizase la esencia y las condiciones de posibilidad de un proyecto de vida ateo. No hago esta afirmación porque piense que no es posible el ateísmo
(creo que sólo desde presupuestos muy intrateológicos es posible adherirse a la tesis de K. RAHNER sobre los cristianos anónimos), sino sencillamente porque considero que se trata de un fenómeno complejo, cambiante, ambiguo, que nunca debe ser un presupuesto ingenuo.
Más que como una constante, el ateísmo debería ser considerado como una variable a analizar en cada caso. Quisiera avalar esta sospecha con dos textos de un destacado estudioso de las religiones de la
humanidad: M. ELIADE. Preguntado sobre si, como MALRAUX, pensaba que «habrá un siglo XXI religioso o no lo habrá
en absoluto», •ELIADE-M respondió: «No es posible hacer ninguna predicción. La libertad Del espíritu es tal que no es posible anticiparla»1.
Y añadía: «Lo que hace aún más difícil cualquier predicción en este terreno es el hecho de que ciertas formas "religiosas" pueden pasar desapercibidas en cuanto tales. Puede haber una creación tan nueva que al principio, e incluso durante siglos, nadie la considere creación religiosa»2 .
Alude al caso del cristianismo que, en sus comienzos, fue acusado de ateísmo. M. ELIADE aporta una segunda razón para dudar de la posibilidad de la opción atea. El texto merece ser citado íntegramente: «El terror de la historia es para mí la experiencia de un hombre sin religión, que no tiene esperanza alguna de encontrar sentido definitivo al drama histórico, que debe sufrir los crímenes de la historia sin comprender su sentido. Un israelita cautivo en Babilonia sufría enormemente, pero aquel sufrimiento tenía un sentido: Yahvé quería castigar a su pueblo. Y sabía que, al final, iba a triunfar Yahvé, el bien por consiguiente... También para HEGEL, todo acontecimiento, toda prueba era una manifestación del espíritu universal y, por consiguiente, tenía sentido. Se podía, cuando no justificar, al menos explicar racionalmente el mal histórico... Cuando los acontecimientos históricos se vacían de toda significación transhistórica, cuando dejan de ser lo que eran para el hombre tradicional -pruebas para un pueblo o para un individuo-, estamos ante lo que he llamado el terror de la historia»3.
Y como M. ELIADE piensa que el terror de la historia es muy difícil de soportar «a secas», sin posibles reparaciones transhistóricas -no es el único en pensar así; recuérdense los postulados kantianos-, coloca un signo de interrogación detrás de todo alegato o credo ateo.
Tal vez debamos añadir que, por supuesto sin renunciar a su cosmovisión atea, destacados pensadores de la cultura occidental participan de la perplejidad e incluso de la protesta de M.
ELIADE frente al terror de la historia. Y no estamos aludiendo sólo a ese gran pensador utópico, refugio e inspirador de teólogos con antenas para los desafíos que la negatividad histórica plantea al cristianismo de todos los tiempos. No; no nos referimos únicamente a E. BLOCH y a su resistencia frente a la posibilidad de que «las mandíbulas de la muerte acaben triturándolo todo»4.
Son también conocidas las protestas testimoniales de los iniciadores de la Escuela de Frankfurt frente a la carga de negatividad que aqueja a las realizaciones históricas de los humanos. Ellos procedían directamente de los frentes de guerra europeos y
supieron de mutilaciones esenciales que han empañado para siempre la faz de nuestro planeta. Uno de ellos, M. HORKHEIMER, escribía: «La falta de sentido del destino individual, que ya antes estaba condicionada, dada la falta de la razón, por la naturalidad del proceso productivo, se ha constituido, en la fase actual, en la característica más aguda de la existencia. Todos se hallan abandonados al ciego azar. De aquí ese anhelo de justicia plena»5.
HORKHEIMER se resiste a que un mundo en el que «los niños mueren de hambre mientras las manos de los padres arrojan bombas»6 sea la realización máxima de lo que nos cabe esperar.
Sin embargo, no sería honesto omitir que no todos los impulsos del pensamiento actual entonan el mismo «cantus firmus». No todo son inquietudes en el seguimiento de PASCAL o KIERKEGAARD. Se profesa también la renuncia a la inquietud. Existe la nueva versión del agnóstico que proclama: «Yo vivo perfectamente en la finitud y no necesito más»7.
Se contempla la finitud como algo satisfactorio en sí mismo. Nada de ulteriores planteamientos sobre Dios u otra vida. Tales planteamientos denotarían una integración imperfecta en la única realidad existente: la finitud. «Hay lo que hay y nada ajeno a la realidad finita puede admitirse como existente»8.
Lo importante es estar perfectamente instalado en la finitud sin «echar de menos a Dios». Si alguien se cansa de lo finito es porque está «mal educado». Se impone renunciar a los «añadidos escatológicos» y a todo género de «tragedia teológica». Lo sensato será despreocuparse de la existencia de Dios. De todos modos, su verificación no es posible. Además, nos perturba. Es mejor decir: «Todo es mundo, es decir, finitud»9.
Adquiriendo el carnet de agnóstico desaparecen muchos problemas: «El agnóstico instalado en la finitud con su ajuar existencial completo no echa nada de menos; tampoco a Dios»10. Consecuentemente, tampoco ambiciona sobrepasar la vida más allá de las fronteras del mundo ni «desfacer entuertos» históricos en un posible más allá. El agnóstico acepta el perecimiento de lo finito sin refugiarse en ilusiones de pervivencia. «Nada hay más humano y que mejor defina la finitud que perecer» Una «sobrevida» u otra vida está en contradicción con el hombre y con el mundo. Hasta aquí, TIERNO GALVAN en su libro rebosa satisfacción y seguridad. Ha logrado una solución contundente: suprimir el problema. Vale. No le echaremos nada en cara. No nos dedicaremos a buscarle «agujeros» por los que introducir de nuevo subrepticiamente el tema «Dios». Ya BONHOEFFER anatematizó a tales perturbadores de la intimidad. A nosotros sólo nos interesa dejar constancia de que, junto a la inquietud que formula preguntas y se lanza a una búsqueda más o menos desesperada de respuestas, existe también la instalación perfecta en la finitud, la vivencia satisfecha, reconciliada con el perecer y bien avenida «con lo que hay». TIERNO GALVÁN ha rendido un tributo póstumo a ese héroe nacional llamado Sancho Panza, olvidándose de la tristeza y del sentimiento de mutilación esencial (el buen Sancho no entendería estas palabrejas) que invadían a Sancho cuando lo separaban de «su señor». Digamos, para terminar esta ya larga introducción, que aunque sin caer en las «rebajas» de TIERNO GALVÁN11, cada día son más numerosos los pensadores que renuncian a hacer filosofía -¡no digamos ya teología!- de la historia.
Precisamente porque conocen lo que M. ELIADE llama el «terror de la historia», renuncian a procurarle explicaciones últimas. Cunde por todas partes un atrincheramiento en lo fragmentario, nacido de la resignación y la impotencia. A siglo y medio de la muerte de HEGEL declina la búsqueda de explicaciones totalizantes. Tal vez porque el sustrato último sobre el que el gran filósofo alemán edificó todo su sistema, el Dios cristiano, ha perdido la plausibilidad de que en otro tiempo gozó. Personalmente me quedo más tranquilo después de haber cansado al lector con esta introducción. En ella he pretendido evitar que saque la impresión de que sé qué es el ateísmo, de que tengo «clasificados» a los ateos y les hablo del ateísmo humanista como podría haberles hablado del empirista o del que se basa en que Dios y la ciencia son incompatibles. No. Probablemente tanto la fe como la increencia tienen que ver con lo que FREUD llamaba el «oscuro inconsciente». Y ese oscuro inconsciente se resiste a clasificaciones simplistas y a intentos de sistematizaciones cartesianas.

* * * * *

1 Un acontecimiento intracristiano en el origen del ateísmo12
ME REFIERO a la sacudida y a la alteración de esquemas que la rrupción del protestantismo supuso para la Europa cristiana. Frente a la «plenitud» del universo católico, el protestantismo aparece como un truncamiento radical, como una reducción a «mínimos esenciales». P. BERGER ha contrapuesto el «pleroma católico» a la evangélica escasez del protestantismo.13
La Reforma, iniciada por LUTERO, reduce el alcance de lo sagrado en la realidad. El universo sacramental sufre amputaciones sensibles. Los siete sacramentos quedan reducidos a dos: la eucaristía y el bautismo. La negación de la transubstanciación priva a la eucaristía de sus características más numinosas. Los milagros dejan de ser centrales en la vida religiosa. La amplia red de intercesiones que une al católico con los santos y los difuntos queda sensiblemente mermada. Calvino mandó castigar a una mujer porque se le había oído musitar ante la tumba de su marido «requiescat in pace». Poco a poco, y no sin luchas y resistencias, el protestantismo fue ensayando una.relación con Dios
desprovista de milagros y magia. M. WEBER llamó a este proceso «desencantamiento del mundo»14.
El mundo del protestantismo dejaba de estar penetrado de seres y fuerzas sagradas. Todo se reducía a dos polos sumamente austero: la realidad trascendente de Dios y la humanidad «caída». Radical trascendencia de Dios enfrentada a un universo inmanente, cerrado a toda posible connotación sacralizante15.
Desde el punto de vista religioso, el mundo del protestante se vuelve muy solitario. Faltan los «consuelos» eclesiales del católico. Los canales de comunicación entre lo divino y lo humano quedan atascados. El hombre se ve obligado a enfrentarse consigo mismo de un modo que históricamente carecía de precedentes. De ahí que surgieran figuras como las de LUTERO y KIERKEGAARD, forjadas en la soledad y en lucha con la propia subjetividad. De poco sirvió a Lutero que STAUPITZ le recomendase afrontar sus dudas y luchas interiores refugiándose en las llagas de Cristo. Tal solución estaba mediatizada por una instancia eclesial y Lutero había roto ya con esos canales de salvación. El agustino de Wittenberg es ya un hombre moderno que busca la salvación dentro de la propia subjetividad. Las garantías eclesiales no le sirven. FE/MAGIA: Sólo un canal de comunicación con lo trascendente salvó Lutero: la «palabra de Dios»16.
De ahí que dedicara sus mejores energías a traducir la Biblia al alemán. Cuando Lutero realiza su magistral traducción había quince millones de alemanes y sólo circulaban unas seis mil biblias en alemán. Gran parte del clero ni siquiera sabía leer. La religión estaba plagada de magia y superstición. Había comulgantes que se guardaban la sagrada forma para esparcirla sobre sus sembrados con la esperanza de que acabase con las orugas... Otros bautizaban sus perros, caballos y ovejas para protegerlos de las epidemias... Los criminales acudían en seguida a la comunión seguros de que ésta los protegería de caer en manos de la justicia...Lutero intentó hacer frente a tanta magia y decadencia divulgando la palabra de Dios. La Sagrada Escritura se convertirá en norma suprema. Una norma que para Lutero no ofrecía dificultad alguna. Para él la Sagrada Escritura era clarísima en sí misma y no ofrecía dificultades de interpretación. Con la llegada de la modernidad, la situación cambia radicalmente. La Biblia deja de ser un conjunto de libros claros y coherentes. La investigación histórico-crítica no se detuvo ante las páginas sagradas y descubrió en ellas errores, contradicciones e intereses humanos. El único canal que había sido respetado fue desmitologizado y cayó en la implausibilidad. Se abrían así las puertas a lo que P. BERGER llamara la «inundación secularizadora»17, dando lugar a una situación empírica en la que terminaría siendo posible la teología de la muerte de Dios.
La separación entre Dios y el mundo, puesta en marcha por Lutero
radicalizada en nuestros días por la teología dialéctica de K. BARTH y sus amigos, tuvo como consecuencia un «Dios sin mundo» y un «mundo sin DIOS». Había sonado la hora del
ateísmo. Algunos teólogos norteamericanos no dudaron en llamar a K. BARTH padre del ateísmo contemporáneo. El protestantismo se convirtió así, en contra de su voluntad, en un preludio históricamente decisivo de la secularización y del ateísmo. Un cielo vacío de ángeles
se abrió en seguida a la intervención de los astrónomos y, por último, de los astronautas18.
Naturalmente, estamos simplificando. El protestantismo no ha sido el único portador de secularización y ateísmo. Ahí está para demostrarlo la dinámica del moderno capitalismo industrial con el estilo de vida que comporta y la civilización a que da lugar19.
También él ha sido portador de secularización y ateísmo. Y ahí está la historia de la Iglesia católica uniendo a sus indudables luces las sombras de sus egoísmos e intereses mezquinamente humanos. También ella tiene las manos sucias. Por lo demás, es bien conocido que la capacidad secularizadora del protestantismo no es un «novum» de la Reforma, sino que hunde sus raíces en la tradición bíblica del Antiguo Testamento. De ahí, pues, que muchos autores (R. GUARDINI, F. GOGARTEN, entre otros) distingan entre secularización (término positivo) y secularismo (término negativo). Recordemos, por último, la pasión de Lutero por el Deus absconditus, por el Dios oculto. Lutero, como su época, no cuestiona la existencia de Dios; pero lo percibe como oculto y misterioso. Llegará a decir que, a veces, Dios actúa como si fuese el demonio... La sensibilidad de Lutero por el Dios oculto y misterioso, tan alejada de las evidencias escolásticas decadentes, tiene su origen en la Biblia. Dios aparece en ella como misterio y trascendencia absoluta. Pero también se nutre del neoplatonismo, con el que Lutero estaba familiarizado. La imposibilidad de conocer el fundamento último del mundo, tan familiar al neoplatonismo, influyó poderosamente en el Reformador. La Reforma, un acontecimiento intracristiano, está en los orígenes del ateísmo contemporáneo. Con esta constatación no estamos emitiendo un juicio negativo sobre este decisivo acontecimiento de la historia del cristianismo. La Reforma era necesaria, y Lutero fue el genio religioso que la puso en marcha. La consecuencia más negativa de la Reforma, la división de la Iglesia, no fue pretendida ni querida por Lutero. Eso sí: una Iglesia dividida era una Iglesia desmitificada en la que eran posibles diversas concepciones de Dios. Partiendo de este hecho, importantes sectores de la modernidad pasarán a no tener «ninguna»
concepción de Dios. Profesarán abiertamente el ateísmo.
2 La provocación hegeliana
EL ATEÍSMO HUMANISTA siente pasión por el hombre. Es ateo porque no logra compaginar la realidad de Dios con el drama del hombre. Lo que le escandaliza no es que en este mundo exista el mal, sino que haya tanto mal. En este sentido, podría parecer que HEGEL -de él fue discípulo L. FEUERBACH, el padre del ateísmo contemporáneo- es un buen compañero de viaje del ateísmo humanista. En efecto, en una primera aproximación, HEGEL muestra gran sensibilidad para el lado negativo de la vida. Incluso llegó a describir la historia universal como un «matadero». Contemplando el escenario de las pasiones humanas, de las luchas e intereses que mueven el curso de la historia, HEGEL constató que se imponía a todos los niveles la «categoría del cambio» con sus secuelas de muerte y destrucción. Ante sus ojos aparecía gráficamente el cambio «de individuos, pueblos y Estados que ocupan la escena durante un corto espacio de tiempo... para desaparecer después». La contemplación de las ruinas de viejas culturas le lleva a considerar el lado negativo del cambio. El cambio va acompañado de muerte. Una muerte que siempre suscita preguntas últimas: «Pero al considerar la historia como ese matadero sobre el que son sacrificadas la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la
virtud de los individuos, surge necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué finalidad última han sido ofrecidos estos crueles sacrificios?»20.
También GOETHE, por la misma época, describía la historia como «un conglomerado de sinsentido para todo pensamiento
superior»21. Pero para HEGEL, la historia no es una amalgama de cambios sin rumbo: «La categoría del cambio va unida a otro aspecto: del fondo de la muerte surge nueva vida»22. Y es que, para el hombre occidental, la historia es una historia del Espíritu. Y, aunque también el Espíritu sabe de luchas y destrucción, retorna siempre a sí mismo elevado y transfigurado. De esta forma, la historia de la humanidad avanza hacia grados superiores de realización. HEGEL acabará reemplazando la imagen del mero cambio por la de una realización espiritual que afecta incluso a los condicionamientos naturales de la historia. HEGEL sabe que su concepción de la historia, orientada irresistiblemente hacia una finalidad futura y superior, es deudora del cristianismo. En efecto, la concepción bíblica de la historia afirma que ésta es una línea que avanza hacia una finalidad última y está guiada por la providencia de una voluntad divina. En el lenguaje de HEGEL: está guiada por el Espíritu o por la razón como una esencia absolutamente poderosa. De ahí que el único pensamiento que la filosofía debe tener presente al meditar sobre la historia es «que la razón domina al mundo». El proceso histórico es concebido según el paradigma de una futura realización del reino de Dios. La filosofía de la historia se convierte así para HEGEL en una especie de
teodicea23.
PROVI/HEGEL: La doctrina cristiana sobre la providencia coincide, según HEGEL, con su idea de que la razón rige la historia del mundo. Sólo que, como el concepto de providencia es demasiado indeterminado y regional, no puede aspirar a lograr validez filosófica. De ahí que la filosofía esté llamada a asumir la tarea de la religión cristiana explicando cómo realiza Dios sus planes en el mundo. Para compaginar la historia universal, tal como se ofrece ante nuestros ojos, con el plan y las intenciones de Dios, recurre HEGEL a un concepto muy importante en su filosofía de la historia: «la astucia de la razón». Es ella la que actúa a través de las pasiones e intereses de los hombres. En este sentido, no es casualidad, sino algo esencial a la historia, el que los resultados de los grandes acontecimientos humanos no coincidan con lo que los hombres que los protagonizaron pretendían. HEGEL ofrece ejemplos concretos: ni César ni Napoleón sabían, ni podían saber, lo que hacían cuando consolidaban sus dominios. Pero, sin saberlo, estaban realizando un plan general para la historia de
Occidente. Siguiendo sus instintos, se convirtieron en instrumentos para la realización de un plan superior. Detrás de su actuación histórica actuaba la «astucia de la razón»24, el concepto racional equivalente a providencia
De esta forma, sin ser conscientes de ello, los individuos y los pueblos se convierten en instrumentos en las manos de Dios. Los resultados finales en su actuación superan las metas que ellos se habían propuesto. El Espíritu universal triunfa sobre los planes de los individuos, llegando incluso a cambiarlos. Este triunfo va siendo progresivo. La historia universal se inicia en Oriente, pero termina en Occidente. Europa, dirá HEGEL, es sencillamente el final de la historia. En ella, el Espíritu ha llegado a su plenitud. Gracias al influjo del cristianismo, la libertad no es ya patrimonio de un tirano (Oriente), ni de unos pocos que han logrado escapar a la condición de esclavos (Grecia, Roma), sino del hombre en cuanto tal (pueblos germánicos).
El hombre de la antigüedad se sentía dependiente de fuerzas ajenas a él, de un fatum al que había que consultar a la hora de tomar decisiones importantes. Esta vinculación a una autoridad externa, de la que se depende, es abolida por el cristianismo, que sitúa al hombre en una relación directa con el Absoluto. No puede ya extrañar que HEGEL vea en Cristo el punto culminante de la historia. Con él, el tiempo ha alcanzado su plenitud. Y todo esto será posible gracias a que el Dios cristiano es Espíritu y hombre al mismo tiempo. De ahí que la historia se divida en antes y después de Cristo25.
La religión cristiana, interpretada en clave especulativa, permitió a HEGEL su grandiosa visión de la historia universal. En ella, la aparición del cristianismo pone fin a la escisión entre lo interior y lo exterior. Esta reconciliación justifica -siempre según HEGEL- todos los sacrificios
que lentamente la fueron preparando. La historia del mundo, en cuanto realización del espíritu cristiano, es la auténtica teodicea, la justificación de Dios. Tal vez por ello pudo HEGEL afirmar que «la historia del mundo era el juicio del mundo». Sin duda, para HEGEL la historia del mundo, la historia universal, se justifica a sí misma. Dijimos antes que, en nuestros días, se observa una clara renuncia a hacer filosofía de la historia. Tal vez para no incurrir en los fallos de HEGEL. Su síntesis fue demasiado brillante, demasiado «ideal» para soportar el peso de la realidad. Es natural que se anunciara en seguida una reacción de signo contrario. Es la que vamos a ver a continuación.
3 La reacción atea
HEGEL llegó a convertir la existencia de Dios en una especie de silogismo. Recuérdese su recuperación del argumento ontológico de San Anselmo, que KANT había rechazado. HEGEL llega a deducir a Dios de la historia, igual que la filosofía griega lo deducía de la realidad del cosmos. Pero, a partir de 1831, fecha de la muerte de HEGEL, la filosofía emprendió tareas de recuperación. Ante todo, el interés se centra en la transformación de lo que HEGEL se había limitado a interpretar. Se vuelve la mirada a este mundo finito y contingente del que HEGEL no había querido partir para acceder a Dios. El olvido de la finitud, central en el sistema hegeliano, es sometido a correcciones fundamentales. A partir de ahora, de una forma u otra, se partirá de abajo, del hombre, de los procesos económicos, de las realidades sociales y sus sangrantes retos. Por otra parte, nadie se atreverá, como lo había hecho HEGEL, a erigir su propio sistema filosófico en clave interpretativa última de la realidad. Se cobra conciencia de la provisionalidad. Nadie cree estar al final de la historia, sino más bien en sus pobres comienzos. Se apaciguan todos los conatos de alcanzar el telos último de la historia y se
centran los esfuerzos en tareas de restauración inmediata. K. MARX, pero también L. FEUERBACH, anticipan el contenido de la brillante frase de A. CAMUS: lo urgente es curar. La realidad les invitaba a intervenciones de urgencia. Y es que, mientras HEGEL alcanzaba metas insospechadas de especulación, en la Europa que él consideraba «el final de la historia», los niños de ocho y diez años eran triturados por las máquinas junto a las que habían trabajado dieciocho horas hasta que el sueño los vencía y caían inconscientes sobre sus instrumentos de trabajo. En realidad, el sistema hegeliano sólo se sostenía en la corte prusiana. La «aldea», como diría K. BARTH, nunca se enteró de que un gran filósofo había solucionado todos los problemas posibles...
Fue el desafío hegeliano, aunque no sólo él -habría que analizar todas las complejas causas del ateísmo humanista-, el que condujo a una triple reacción o, si lo prefieren, a tres clases de ateísmo humanista.

a) Feuerbach, Marx y Freud26
DESGRACIADAMENTE, no nos es posible, considerado el corto espacio de que disponemos, analizar detenidamente a estos tres autores. Todo el que tenga una ligera idea de su importancia lo comprenderá. Nuestra misión aquí es simplificar. Digamos, para tomar en seguida en serio nuestra tarea, que los tres coinciden en considerar la idea de Dios como proyección. Todo aquello que el hombre desea y no puede alcanzar lo proyecta en un Dios lejano e inaccesible. El hombre pobre -escribió FEUERBACH- tiene un Dios rico. Dios es lo que el hombre sueña para sí mismo. MARX y FREUD aplicarán esta teoría al campo social y psicoanalítico respectivamente, pero sin añadirle elementos esencialmente nuevos. El auténtico padre del ateísmo contemporáneo es, por tanto, FEUERBACH. No seria exagerado afirmar que FEUERBACH representa el primer intento, conscientemente programado, y hasta cierto punto logrado, de implantar el ateísmo en la historia de la humanidad. Así lo percibió K. MARX que, en lo referente a la crítica de la religión, no ve otro camino que el que pasa por FEUERBACH. «Para Alemania -escribe MARX-, la crítica de la religión está en lo esencial
concluida»27 . Alemania ha pasado, piensa MARX, por el baño de fuego que significa etimológicamente Feuerbach. Y añade: FEUERBACH es el purgatorio del presente28. Esto explica que, a pesar de las importantes correcciones hechas por MARX a la crítica de la religión de FEUERBACH, asuma en lo esencial sus tesis y se sienta dispensado de grandes profundizaciones personales en el tema. Curiosamente, FEUERBACH comenzó estudiando teología. También lo habían hecho HEGEL y SCHELLING. El mismo camino siguieron catorce de los treinta y dos compañeros de clase de MARX. La teología protestante de la época gozaba de gran prestigio (SCHLEIERMACHER enseña en Berlín) y atraía a los mejor dotados. Recordando sus orígenes teológicos, escribirá FEUERBACH: «Dios fue mi primer pensamiento, la razón mi segundo, el hombre mi tercero y último»29. Hay quien afirma que el primer pensamiento, Dios, le atormentó durante toda su vida. Pero lo cierto es que, después de haber pasado brevemente por un período que NIETZSCHE llamaría de hegelitis («la razón fue mi segundo pensamiento»), FEUERBACH se centra en el hombre. Su afán será liberar al hombre de todo posible rival, aunque éste sea Dios. Es lo que se ha llamado la reducción antropológica. Su consigna es bien gráfica: el hombre debe dejar de ser candidato del más allá para convertirse en estudiante del más acá. De los amigos de Dios hay que hacer amigos de los hombres, de los creyentes pensadores, de los orantes trabajadores, de los hombres divididos hombres enteros30.
Se trata de recuperar lo terreno, de evitar toda posible emigración de este mundo. La obsesión por el cielo repercute en detrimento de la tierra. El que cree en Dios, piensa FEUERBACH, tiende al escapismo y a la pasividad. Pensando que Dios puede arreglarlo todo, se cruza de brazos. Además, Dios empobrece al hombre. FEUERBACH está convencido de que «cuanto más pone el hombre en Dios, tanto menos retiene para sí»31. Cuanto más lucha el hombre por engrandecer a Dios, tanto menos énfasis pone en sus propias reivindicaciones históricas. En vez de transformar su propia realidad, malgasta sus energías acumulando atributos de perfección en un ser celeste al que llama Dios. Dios se convierte así en «la suplencia de un mundo perdido, en producto de la necesidad humana»32.
El hombre sueña, pero proyecta sus sueños en Dios y se queda más pobre de lo que estaba.Es la necesidad humana la que conduce al hombre a Dios. Al tenerse que debatir entre precariedades, el hombre tiende a imaginar un cielo que carezca de ellas. Y como la precariedad por excelencia es la muerte, FEUERBACH escribirá: «Si el hombre no tuviera que morir, no habría religión»33. La religión es, pues, producto de la necesidad humana. Es una consecuencia de la falta de resignación de los humanos. Son ellos los que crean la religión. Dios debe su existencia al hombre y no al contrario. La conclusión se intuye: FEUERBACH desea que el hombre deje de ser benefactor de los dioses y se centre en sí mismo, en la superación de sus deficiencias y precariedades. En definitiva, desea que «el hombre sea Dios para el hombre». A esta tarea dedicó su vida. Cuando en 1848 estalla la revolución y le piden que empuñe las armas, responde: me voy a Heidelberg a dar clases sobre la esencia de la religión. Dentro de cien años no habrá dudas de que así he ayudado más a la humanidad. FEUERBACH murió en 1872, a los sesenta y ocho años. En sus últimos años conoció la pobreza, la enfermedad y el olvido de los amigos. Eso sí, como suele ocurrir casi siempre éstos se dieron cita ante su tumba para pronunciar sentidas oraciones fúnebres. Los cronistas hablan de veinte mil personas en su entierro. Una de ellas habló de su «amor a la verdad». Es evidente la intención humanista de FEUERBACH. En una época en la que las iglesias y la teología defendían a Dios a costa del hombre, el más allá a costa del más acá, FEUERBACH habló en favor del hombre. Es cierto que se pasó al otro extremo y disolvió la teología en antropología. Dejó así a otros la nada fácil tarea de relacionar rectamente lo humano y lo divino.Contra lo que pudiera parecer, la teología actual no tiene dificultad en aceptar la teoría de la proyección de FEUERBACH. La idea de proyección intenta resaltar la fuerza creadora del espíritu humano. Reconoce que la idea de Dios es también un producto de lo que BLOCH llamaría «latencias y potencias» del hombre. Sólo que para la teología no se trata de un producto accidental, sino de una componente esencial de la autocomprensión humana. En este sentido, la idea de Dios no sería desechable sin más como mera ilusión o engaño. La teología es bien consciente de que Dios tiene que ver con el deseo humano; pero piensa -con razón- que este dato no debe convertirse en un argumento contra la existencia de Dios. El argumento «lo deseo, luego no existe» no se sostiene. Eso sí: tampoco una apologética cifrada en el «lo deseo, luego existe» contribuiría a hacer plausible la existencia de Dios. El proceso mediante el cual un creyente del siglo xx «da razón de su esperanza» es, sin duda, mucho más complejo y menos proclive a la lógica silogística. Algún atisbo de este proceso ofreceremos en la última parte.Decíamos que la teología actual pone de relieve que la idea de Dios no es algo accidental en la vida del hombre, sino que pertenece esencialmente a lo más íntimo de su ser. Tanto es así que algunos teólogos no tendrán reparos en aceptar la tesis de H. BRAUN que afirma: «El ateo desfigura al hombre»34. BRAUN llega a preguntarse si existe el ateo... Sin ir tan lejos, W. PANNENBERG considera que el ateísmo es un producto tardío de la civilización occidental. «De suyo», el hombre es un ser religioso.
Nos resulta difícil pronunciarnos sobre este tema. Aunque es posible que el conjunto de la exposición ilumine algo este punto, nos atrevemos a anticipar que lo seguro es que el hombre es un misterio, una pregunta abierta (recuérdese a San Agustín). Es cierto que K.
RAHNER y muchos otros han hablado del «a priori religioso». Pero se dan cita en esta expresión tantos presupuestos intrateológicos y ontológicos que, en nuestro marco, no podemos pronunciarnos sobre ellos. Preferimos limitarnos, en este momento, a sugerir dos enunciados: 1) La afirmación «el hombre es un misterio» no permite muchas adiciones posteriores. Constatar que es un misterio y añadir a continuación que es religioso, racional, sociable, político, faber, ludens , simbólico, económico, etc., puede desembocar en una cierta
contradicción. 2) En nuestra época, muchos hombres se confiesan ateos. Afirman explícitamente no creer en Dios. No parece buen método de diálogo replicarles que, aunque no lo sepan, poseen un «a priori religioso». Digamos, para terminar estas breves reflexiones sobre FEUERBACH, que la teología de su tiempo, con su intimismo exagerado, contribuyó no poco a la reacción atea de FEUERBACH. Una teología como la de SCHLEIERMACHER, que ponía todo su énfasis en el «sentimiento», en «las necesidades del corazón del hombre piadoso», tenía que suscitar necesariamente la sospecha de si, en definitiva, la religión no se reducía a eso: a sentimiento, a deseos, a proyecciones de los humanos. En sus hermosas páginas sobre Feuerbach, K. BARTH insiste en esta posible «culpa» de la teología (en su libro La teología protestante en el siglo XIX). No podemos desarrollar el ateísmo humanista de MARX y FREUD. Hemos dicho que, en realidad, se limitan a aplicar la teoría de FEUERBACH al campo social y psicoanalítico respectivamente. Nos limitamos a recordar la crítica de MARX a FEUERBACH. Era una ilusión de Ludwing FEUERBACH, piensa MARX, creer que destruyendo una ilusión de la humanidad se hace a ésta feliz. No basta con arrancar de las cadenas las flores imaginarias para que el hombre las soporte sin fantasías ni consuelos. Lo importante es acabar con las cadenas, transformar ese valle de lágrimas «que la religión rodea de un halo de santidad»35.
Frente a Feuerbach, MARX insistirá en que el hombre no es un ser abstracto, «agazapado fuera del mundo». El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad. Es ahí donde hay que dar la batalla. Son ellos los que, al crear un mundo invertido, producen la
religión. La lucha contra la religión es la lucha contra ese mundo invertido, «del cual la religión es el aroma espiritual». Con notable concisión y belleza, dirá MARX: «La miseria religiosa es, por una parte, expresión de la miseria real y, por otra, protesta contra esa miseria. La religión es el suspiro de la creatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación carente de espíritu. Es el opio para el pueblo»36. Y añade: «La crítica de la religión desemboca en la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las situaciones en las que el hombre sea una esencia humillada, esclavizada, abandonada y despreciable; relaciones que no pueden describirse mejor que con la exclamación de un francés cuando se proyectaba crear un impuesto sobre los perros: ¡Pobres perros! ¡Quieren tratarlos como a seres humanos!»37.
A MARX no le basta una reconciliación que se dé sólo en la cabeza de HEGEL; tampoco le satisfacen las brillantes interpretaciones de FEUERBACH sobre la religión. Desea bajar al terreno de la praxis y transformar el Estado y la sociedad. Tal vez esto explique sus preferencias por Prometeo. Alguna vez reveló a su hija que Prometeo era su modelo. Le fascinaba este héroe rebelde y ateo que se sacrifica por los hombres penetrando en el santuario de los dioses y arrebatándoles su fuego. Prometeo encadenado simboliza para él el proletariado encadenado por las clases dominantes. Con frecuencia citará la frase de Prometeo en Esquilo: «En una palabra: yo odio a todos y cada uno de los dioses». Prometeo es para MARX el santo más importante del calendario filosófico. También NIETZSCHE admiraba en Prometeo «el esplendor de la actividad». Para otros pensadores, como BACON, Prometeo representa la confianza titánica en la capacidad investigadora del espíritu humano. ¿Hay sitio en el calendario cristiano para Prometeo? ¿Es Cristo lo contrario de Prometeo? La espiritualidad cristiana ha visto con frecuencia en Jesús una especie de cordero antirrevolucionario, un símbolo de sometimiento, paciencia y resignación. Mientras tanto, el marxismo era tachado de reducción antropológica contraria a la gracia. Hoy los anatemas han cedido el paso al diálogo. J. M. GONZÁLEZ RUIZ afirma que la gracia no es una intromisión que quiera oscurecer la grandeza épica de Prometeo. El Dios cristiano no se reserva el «fuego», al estilo de los dioses de la mitología. Y el hecho de que no podamos encasillar a Jesús dentro del movimiento revolucionario zelota de su tiempo no significa que debamos considerarlo como un cordero antirrevolucionario. Es verdad que no se le conocen acciones «eficaces» de signo zelota. No estaba allí cuando este grupo político se arriesgó a
quemar los archivos en los que estaban consignadas las deudas de los pobres... Pero parece cierto que «su revolución» caló más hondo que la zelota. Lo espectacular no es siempre garantía infalible de eficacia duradera. A los zelotas sólo los conoce un reducido grupo de especialistas. En cambio, el proyecto utópico de Jesús se sigue barajando como posible ayuda para abandonar este negro túnel de egoísmo y amenaza de guerra total que ensombrece las perspectivas de futuro de la humanidad.
b) El argumento moral
LA SEGUNDA CORRIENTE de ateísmo humanista, en la que -igual que en la tercera- apenas insistiremos por falta de espacio, afirma que este mundo, con su carga de injusticia y sufrimiento, no es reconciliable con la bondad y omnipotencia de Dios. Es el llamado argumento moral contra la existencia de Dios. A. CAMUS y F. M. DOSTOYEVSKI son sus representantes más apasionados. Ambos dejaron constancia de su grandeza moral al negarse a «Comprender e integrar» el sufrimiento humano, en especial el de los niños. El médico de La peste (CAMUS) despliega una arriesgada e intensa actividad en favor de los apestados, mientras el teólogo de Orán (un jesuita) lanza tópicos escolásticos desde el acostumbrado púlpito.
ATEISMO/OMNIPOTENCIA: OMNIPOTENCIA/ATEISMO: Obviamente, la teología no intenta rebatir este argumento. Es muy consciente de que se trata de la objeción más seria a la que se enfrenta la idea de Dios. Es más: la misma teología es culpable de fomentar este género
de ateísmo hablando muy abstractamente de la omnipotencia de Dios. Una teología que, sin tener en cuenta las luchas y los sufrimientos de la historia, habla alegremente de la omnipotencia de Dios, se convierte ella misma en causa del ateísmo contemporáneo. No es que propongamos desterrar, sin más, del lenguaje teológico el tema de la omnipotencia de Dios; pero pensamos que, si se ven razones muy importantes para mantenerlo, habría que hablar de ella en futuro. Teólogos como PANNENBERG y MOLTMANN la entienden como expresión de una esperanza: la esperanza de que el amor de Dios triunfe sobre el lado oscuro y absurdo de este mundo. Se trata, por supuesto, de un triunfo futuro, que aún no suprime la negatividad inherente a lo humano, pero que supone distensión ante lo que
oprime y desconcierta.
MAL/OMNIPOTENCIA-D: Nadie mejor que J. MOLTMANN, en su libro El Dios crucificado, ha comprendido la dificultad de compaginar la omnipotencia de Dios con la teología de la cruz. La omnipotencia de Dios, afirma MOLTMANN, pasa por la impotencia de la cruz. Se trata, por tanto, de una omnipotencia que, en el ámbito de la historia, convive con el dolor y la muerte. Sus promesas de victoria son de índole escatológica. Se trata, sin embargo, de promesas que responden a las aspiraciones humanas más profundas. Sólo así se explica que la fe en Dios haya resistido el peso de tanto mal a lo largo de la historia. Los humanos -muchos de ellos- nunca abandonaron la esperanza de que ese Dios, que no parece poder evitar su dolor, haga justicia a sus causas más allá de la muerte. Es así cómo, generación tras generación, los creyentes -al menos los cristianos- abandonan este mundo entre el temor y la esperanza. Y seguimos viviendo sin noticias de lo que les ocurre en el más allá. Sólo la fiabilidad de las viejas promesas bíblicas avala la esperanza. Sólo ellas -Pablo, por ejemplo- se atreven a increpar al mal preguntándole dónde está su aguijón y su victoria. A los demás, ese aguijón y esa victoria nos son demasiado familiares.

c) El ateísmo de la libertad
FILÓSOFOS como NIETZSCHE, N. HARTMANN y J. P. SARTRE afirman que Dios y la libertad humana se excluyen. De suyo, esta forma de ateísmo afecta sólo a una determinada concepción teológico: a la que considera el mundo como un todo acabado y perfecto. En efecto, sólo si la creación aparece como un dechado de perfección, que haga inútil y superfluo todo ulterior esfuerzo humano, carece de sentido hablar de libertad. Pero el Dios cristiano no coloca al hombre frente a un mundo acabado y perfecto ante el que sólo quepa la aceptación o el rechazo. Más bien llama al hombre a que transforme y perfeccione el universo. El mundo no es un resultado logrado, sino un torso lleno de fisuras y opacidades que invitan al esfuerzo y a la transformación.
Es más: no sólo el mundo, sino también el reino de Dios está in fieri. PANNENBERG llegará a afirmar que la misma realidad de Dios se encuentra en camino. Y lo explica: Dios se identifica con su reino; pero es evidente que ese reino, con sus notas de humanidad lograda y justicia plena, no está aún presente en la historia. De ahí que PANNENBERG afirme que «la forma de ser de Dios es el futuro»38. A ese futuro remite PANNENBERG la prueba definitiva de su existência
Ponemos aquí fin a nuestra evocación de algunos rasgos del ateísmo humanista. Se trata de un ateísmo motivado por una gran fidelidad al hombre. De ahí su «simpatía» y el influjo que ha ejercido a lo largo de la historia. A lo largo de la exposición hemos apuntado posibles respuestas de la teología. Pero este tema hay que hacerlo objeto de un estudio más detallado.



4 Respuesta de la teologia

a) No a las pruebas
PUEDO ASEGURAR que la teología actual no desea renovar las pruebasde la existencia de Dios. Su diálogo con el ateísmo contemporáneo no está motivado por exigencias de tipo apologético. Es más: teólogos como PANNENBERG, TILLICH y EBELING piensan que las tradicionales pruebas de la existencia de Dios, en las que tanto insistía la teología natural, más que asegurar la existencia de Dios, pretendían mostrar la finitud del hombre y del mundo. Tales pruebas sólo remitirían a la condición finita y contingente del hombre; pero no serían la respuesta a esa contingencia. Su misión sería la de poner de manifiesto que es necesario ir más allá del hombre y del mundo, si se aspira a lograr un fundamento sólido para la realidad. Las pruebas de la existencia de Dios son, por tanto, un buen testimonio de que el hombre supera todo lo finito y busca la explicación última de las cosas en una instancia superior a él. (Recuérdese la frase de KIERKEGAARD: «Hay que ser más que hombre para ser al menos hombre».) Este es el sentido que da HEGEL a las pruebas de la existencia de Dios. HEGEL es consciente de que se trata de un proceder ilegítimo, ya que, partiendo de la realidad finita, se pasa a afirmar la existencia de Dios, que pertenece a otro orden de realidad. Pero HEGEL las mantiene como expresión formal de que el hombre supera lo finito. Precisamente porque es consciente de que no es legítimo hacer depender la existencia de Dios de la realidad finita, renueva el argumento ontológico de San Anselmo y lo defiende frente a la crítica kantiana. La ventaja del argumento ontológico radica en que el punto de partida no es la realidad finita, sino el concepto de Dios. Lo específico de este
argumento es pasar del concepto de Dios -"aquello mayor de lo cual no se puede pensar nada"- a su existencia. San Anselmo piensa que si es lo mayor que se puede pensar, tendrá que tener la existencia. De lo contrario, cualquier otra cosa existente sería mayor que él, ya que tendría una perfección -la existencia- que Dios no tendría. San Anselmo nos viene a decir que, en el concepto de Dios, coinciden esencia y existencia. La idea de Dios no es pensable sin su existencia. HEGEL no aceptará la distinción kantiana entre el orden del ser y el del pensamiento, que tan gráficamente había sido expuesta por el filósofo de Kónigsberg afirmando que no es igual tener cien monedas en la cabeza o en el bolsillo... Para HEGEL, el problema consistirá en explicar cómo se llega al concepto de Dios. Concluirá que se trata de un concepto necesario, hacia el que el hombre está esencialmente orientado. El concepto de Dios pasa por tanto, a ser parte esencial de la antropología actual. HEGEL ha antropologizado las pruebas de la existencia de Dios. El hombre está más en el centro que
nunca. Las pruebas de la existencia de Dios no demuestran que exista Dios sino que el hombre lo necesita radicalmente. Éste es el sentido que da la teología a este importante capítulo de la
historia del pensamiento occidental. La teología es bien consciente de que Dios es un misterio que se resiste a todo género de pruebas. Ya vimos que este ocultamiento de Dios no es un descubrimiento reciente. Se trata de un topos hondamente bíblico, evocado con gran profundidad por LUTERO. El ocultamiento de Dios es consecuencia de su trascendencia. Dios no es un objeto más de los que integran nuestro mundo de cosas. La experiencia humana no capta a Dios como un objeto entre otros. Dios no llega nunca directamente al receptor. Se requiere un laborioso esfuerzo para descubrir sus huellas en la realidad que nos rodea. La reflexión teológico sólo puede hablar de él indirectamente, a través de sus aplicaciones en la vida de los creyentes.
D/EXISTENCIA/PRUEBAS: En nuestros días, las pruebas de la existencia de Dios quedaron definitivamente sentenciadas por D. BONHÖFFER: «Einen Gott den es gibt, gibt es nicht»39, había escrito este creyente del siglo xx, fusilado por el régimen de Hltler el 9 de abril de
1945.
La frase alemana posee tal densidad que cualquier traducción resulta pobre. La idea es que no es posible hablar de Dios como de un objeto más de los que nos rodean. Un Dios, cuya existencia fuese constatable, no sería realmente Dios. La teología no afirmará nunca que puede probar la existencia de Dios. Se remitirá siempre a su revelación gratuita y tratará de descubrir su presencia en la historia, en las religiones y en la vida de los pueblos. La existencia del Dios cristiano no es objeto de prueba, sino de esperanza y confianza. Determinados hombres se sienten con fe, es decir, capaces de soportar «la incertidumbre objetiva, mantenida a través del escándalo del absurdo, por la pasión de la interioridad» (KIERKEGAARD). La dialéctica cristiana se mueve, pues, entre el «ya» y el «todavía no», presente en todo el Nuevo Testamento. La salvación es ya real, pero no invade aún todos los ámbitos de la vida. Es necesario esperar. Se explica así el lugar privilegiado que el futuro ocupa en la teología actual. Sólo el futuro decidirá sobre la frase «existe Dios». Esto explica también los recelos de la teología, tanto frente a un ateísmo dogmático como frente a un teísmo precipitado. Una postura atea, que proclame dogmáticamente el carácter ilusorio de la idea de Dios, puede caer en una cierta ligereza intelectual. W. PANNENBERG llega a decir que tal ateísmo descansa en una especie de «barbarie intelectual»40.
Pero también un teísmo precipitado, que cree poder demostrar la existencia de Dios, se atrae las críticas del pensamiento teológico actual. Si la realidad de Dios estuviera tan fuera de toda duda, la vida de los hombres no estaría tan llena de enigmas y problemas acuciantes. Por otra parte, como afirma PANNENBERG, «un Dios cuya existencia pudiese ser demostrada mientras el mundo va de mal en peor y los sufrimientos de los hombres claman al cielo, no sería la solución al oscuro enigma de nuestra vida»41.
Además, desde el punto de vista teológico, hay que insistir en que, tanto para afirmar como para negar la existencia de Dios, es necesario prestar atención a las tradiciones religiosas de la humanidad. No basta con antropologizar las pruebas de la existencia de Dios y afirmar que el hombre puede comprenderse a sí mismo y al mundo que le rodea sin recurrir a la idea de Dios. El hombre y su posible autocomprensión inmanente no son el único criterio para decidir sobre la existencia de Dios. Las tradiciones religiosas son un hecho que es preciso analizar. No parece justo excluir a priori, de forma dogmática y apodíctica, la posibilidad de que contengan un núcleo de verdad. Con otras palabras: aunque el hombre no necesitase existencialmente a Dios, debería ocuparse de las tradiciones religiosas que hablan de él, de cómo surgieron y de cómo se han ido desarrollando a lo largo de la historia. No basta, por tanto, el argumento antropológico. Al mismo tiempo, tales tradiciones religiosas deberán ser analizadas con el método histórico-crítico. No podrá ser la fe ni el dogma quien decida sobre la verdad de estos textos religiosos, sino la investigación histórica. En general, no es misión de la fe ni del dogma informarnos sobre si hace dos mil años ocurrió algo. La única instancia competente en tales temas es la investigación histórica. La fe, para ser auténticamente razonable, presupone un conocimiento de los contenidos en los que cree. De lo contrario sería una decisión ciega, una especie de autosalvación mediante autoconvicciones no contrastadas. Es sabido que gran parte de la teología protestante, en especial la teología dialéctica de K. BARTH y sus amigos, propugna este tipo de fe. A nosotros nos parece más acertada la definición de fe que ofrece el concilio Vaticano I: «Obsequium rationabile». Afirmando que es «obsequio», se excluye un racionalismo burdo; y al defender que es «razonable», se rechaza un fideísmo total. Se intentó una síntesis que aunque sólo es posible en teoría, no debería ser olvidada.
La teología actual intenta ser esencialmente modesta. No desea presuponer la existencia de Dios, sino caminar junto a los que lo buscan. En.un mundo que experimenta a Dios como «misterio absoluto» (K. RAHNER), no sería justo que la teología hablase de él como de una evidencia. Ya importantes hombres de la tradición cristiana, como NICOLÁS DE CUSA, relacionaron el tema «Dios» con la «conjetura». El teólogo está necesariamente obligado a hacer conjeturas. Por lo general, su trabajo parte de la inquietud y de un proyecto de búsqueda humilde y esperanzador.




b) Sí a la esperanza

EL ATEÍSMO humanista fracasa ante la imposibilidad de dar una respuesta positiva a la pregunta por el sentido de la historia. En este fracaso le sigue muy de cerca el teísmo. Y es que tal vez lo verdaderamente importante sea mantener abierta esta pregunta. Se trata de tener capacidad para vivir en la aporía que la historia de cada día pone ante nuestros ojos. Mientras continúe la historia, escribe MOLTMANN42, todo es posible
Hay que dejar abierta la pregunta por su sentido último. Sólo «al volver la última curva» (J. HICK)43, en la verificación escatológica, se rasgará el velo. En este sentido, defendemos la legitimidad de una especie de teología de la pregunta. La mejor forma de hablar de la actuación de Dios en la historia es hacerlo en forma de pregunta, como Job. El que no quiere saber nada de preguntas, difícilmente comprenderá lo que significa la palabra «Dios». La condición de posibilidad para comprender lo que significa «Dios» es un «no entender». Un no entender el dolor de la historia y un no entender a Dios mismo, un no poderlo compaginar sin violencia con el resto de la realidad: con el mal, la culpa, el sinsentido, la muerte. Un no poderlo compaginar con el destino trágico de las generaciones que nos precedieron. Con algo de imaginación su recuerdo desencadena problemas insolubles, que impulsan a dejar abierto el sentido de la historia. A veces, quien otorga rápidamente sentido a la historia es por que carece de memoria histórica. Tal vez algo parecido quiso expresar K. LóWITH cuando, en 1949, escribía: «La experiencia humana de la historia es la experiencia de un constante fracaso». Los acontecimientos históricos no ofrecen, según él, el más mínimo indicio de que exista un sentido último y
abarcador. Algo en lo que coincide con la Escuela de Frankfurt, de cuyo pesimismo ante la negatividad de la historia ya hemos hablado.
Desde nuestro punto de vista, el sentido de la historia y de la existencia individual se halla doblemente amenazado:
1) Por su carácter efimero44
ES VERDAD que existen experiencias parciales de sentido. Las hace el artista, el científico, el enamorado..., tal vez todo hombre. Pero se trata de experiencias constantemente amenazadas. En efecto, las más bellas realizaciones humanas, los momentos más densos y felices de la vida, están sometidos a la ambigüedad que caracteriza todo lo finito. Sobre las experiencias más ricas se cierne siempre el temor al fracaso, el.oscuro presentimiento de que incluso el amor y la vida, la fuerza y la salud, caminan inevitablemente hacia su final, sobre todo si tenemos en cuenta que la muerte no es únicamente el final de la vida, sino su amenaza constante. Los logros y progresos del hombre se inscriben siempre en el marco de un acabamiento seguro y penoso. La muerte, con su talante mudo e inmisericorde, arrastra personas y épocas: murieron, por ejemplo, las esperanzas de progreso y bienestar de los años sesenta; quedaron sesgados poderosos impulsos de renovación política y social a nivel mundial; tal vez se nos fueron seres queridos dejando su huella imborrable; y cada día enferma la paz en algún lugar de nuestra geografía. Alguien ha dicho: «Vivir significa enterrar esperanzas». Esta frase refleja una experiencia universal de la humanidad que, antes o después, todo ser humano realiza. Y cada esperanza truncada se convierte en una amputación sensible, aceptada con la resignación del que se rinde ante lo inevitable mientras en su interior todo es protesta. El reto más temible nos lo plantea la muerte. BLOCH la llamaba la «anti-utopía más poderosa». Su fuerza destructora no conoce límites. Y cuando la prepara una larga enfermedad, va minando, día a día, nuestras fuerzas físicas y espirituales. Al final, muere la sombra de lo que fuimos.
Existen, pues, experiencias parciales de sentido. Es necesario recordárselo al ateísmo humanista de signo más pesimista; pero hay que concederle que las preside un horizonte de lucha y agonía. Contempladas desde el final, esas experiencias de sentido son efímeras. Y es necesario verlas desde el final. «La verdad de las cosas finitas -afirmaba HEGEL- es su final».
2) Por su carácter regional
A NIVEL individual es posible que nos sorprendamos en secuencias de felicidad, de plenitud desbordante. Pero si nos hacemos eco del lema de Pablo: «¿quién sufre que yo no sufra?», nuestro sentido queda profundamente amenazado. Mientras nosotros gozamos, otros sufren. Es verdad que siempre es posible seguir el lema de BULTMANN45 y buscar el sentido en la propia historia personal.
Pero ¿es humana esta solución? ¿Es posible vivirse individualmente con sentido mientras otros gimen y lloran junto a nosotros? ¿No sería una felicidad insolidaria, lograda a golpe de olvido? Por otro lado, si no se emigra espiritualmente de este mundo, si se mantiene vivo el recuerdo de los miembros menos privilegiados de la historia, ¿es posible hablar de sentido y felicidad? Si se arroja una mirada sobre ese «matadero» (HEGEL), que es la historia universal, ¿no habría que dar la razón a ADORNO cuando afirma que sólo el pensar la esperanza es ya un crimen? Pensamos que el sentido, a costa del olvido de las víctimas, es un sinsentido; y, manteniendo vivo su recuerdo, su «historia passionis» (METZ) ¿es posible vivirse privadamente con sentido? He aquí el dilema. Dilema al que, hace cincuenta años, intentaron dar respuesta, en un debate filosófico-teológico, dos hombres que han marcado la fisonomía espiritual de nuestro tiempo: W. BENJAMIN y M. HORKHEIMER. BENJAMÍN sostuvo que la historia de los muertos, de las generaciones sacrificadas y torturadas, no estaba aún cerrada. HORKHEIMER le escribió: «En último término, su afirmación tiene carácter teológico». Respondió BENJAMÍN que, efectivamente, el recuerdo de los muertos, la solidaridad con ellos, nos prohíbe concebir la historia ateológicamente. Esto es tanto como afirmar que hay que concebirla utopicamente46.
También ADORNO y HORKHEIMER escriben en la Dialéctica de la Ilustración: «Toda política, que no contenga teología, aunque sea de manera muy poco consciente, no dejará de ser, a fin de cuentas, un negocio, por muy hábil que éste sea» Si analizamos qué entiende HORKHEIMER por teología, comprenderemos por qué desea que la política no prescinda de ella: «Teología es... la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no permanezca así, esperanza de que lo injusto no sea la última palabra»48. Y también: la teología es «expresión de un anhelo, de una nostalgia de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente»49. En esto, como en tantas otras facetas de su pensamiento, HORKHEIMER es heredero de la tradición de su pueblo, el pueblo judío. En efecto, la fe en la resurrección nació, muy tardíamente, en Israel como un esfuerzo por justificar la presencia de Dios en la historia de su pueblo elegido. Se cree en la resurrección como protesta contra los acontecimientos humiIlantes. Era necesario documentar que la persecución y la derrota, por muy sangrantes que fuesen, no se alzarían con la victoria definitiva. Triunfador último sería Yahvé haciendo justicia al oprimido y concediendo «otra vida» al maltrecho reducto de sus fieles seguidores. Se trataba de gritar que Antíoco IV (175-164), con sus crímenes y crueldades, con sus saqueos y profanaciones, no tendría la última palabra sobre Israel. La resurrección era la esperanza de que el Dios de los ejércitos levantaría de nuevo lo que los tiranos de turno redujeron a tristes cenizas. Así, lentamente, se va abriendo camino la esperanza de los Macabeos: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente; pero el rey del mundo resucitará a una vida eterna a los que morimos por sus leyes» (2 M 7,9). Uno de los siete hermanos martirizados increpa al tirano: «Para ti no habrá resurrección a la vida» (2 M 7,14). La imposibilidad de compaginar a Dios con el aspecto injusto y roto, que ofrece este mundo, condujo al hombre moderno al ateísmo y a Israel a su mayor falta de resignación: a concebir otra historia, otro escenario, en el que cambiarían los papeles. A partir de ahora, Israel pensará en una nueva creación, libre de las heridas y desgarrones que caracterizan la hora presente. La tradición judeocristiana, ante el hecho de que las experiencias de sentido poseen un marcado carácter regional; es decir, no alcanzan a todos los hombres, postula la radical apertura de la historia. La última palabra no está dicha, ni siquiera para los muertos. Nuestra tradición religiosa más cercana, el cristianismo, ofrece una respuesta serena y esperanzada a la pregunta por el sentido de la historia: los muertos resucitarán. La esperanza cristiana afirma, pues, que la última palabra sobre el destino de los ya desaparecidos no la tuvieron los verdugos que los torturaron ni la muerte que los venció. La victoria definitiva no será de la muerte, sino de Dios. Al final, se hará justicia a sus causas perdidas, se escuchará la voz de los sin voz, habrá abundancia para los pobres, consuelo para los que gimen y lloran, paz para los perseguidos.
Se trata de una visión de reconciliación final, en la que desaparezcan las contradicciones de la hora presente. El cristianismo no se decide, con CAMUS, a «pensar con claridad y abandonar la esperanza». Más bien mantiene la «esperanza contra toda esperanza» (Rm 4,18), confiando al Dios que resucita a los muertos el futuro de la historia humana. En este sentido, somos herederos de la falta de resignación del pueblo judío. Nos resistimos a que la palabra decisiva sobre el entramado de la historia la pronuncien el azar o el determinismo ciego de las viejas culturas que nos precedieron. En lugar de entregarnos resignadamente a esas fuerzas ciegas, apostamos por la presencia libre y misteriosa de Dios en la historia, confiriendo su sentido último a los acontecimientos. La pregunta decisiva es: ¿en qué se fundamenta nuestra esperanza? ¿Es algo gratuito y ciego? «Pensar es trascender», escribió E. BLOCH. ¿Se reduce la esperanza en la resurrección de los muertos a un trascender voluntarístico? ¿Se trata únicamente de expresar que el pensamiento de que la muerte sea simplemente lo último es impensable? ¿Nos anima solamente ese vigor antropológico que hizo exclamar a E. BLOCH, unos días antes de su muerte, ante la pregunta de J. MOLTMANN por su estado de ánimo: «Der Tod, das auch noch ... !» (¡la muerte, todavía me queda esa experiencia ... !)?
La respuesta a todas estas preguntas la darán los conferenciantes que me sigan. Yo sólo puedo anticipar que el cristianismo habla de la esperanza en la resurrección de los muertos. Y fundamenta esta esperanza en que Dios ha resucitado a Jesús, anticipando así un futuro absoluto de resurrección para todos los hombres. La resurrección de Jesús se convierte así en piedra angular de todo el edificio cristiano. El cristianismo se sostiene porque aun no se ha apagado del todo la esperanza de que, misteriosamente, Dios haya resucitado a Jesús de Nazareth. Se trata de una confianza fundamental que no considera la duda y la pregunta como adulteración, sino como herencia a conservar.
/SAL/021: El mismo Jesús no terminó su historia arropado en una seguridad inquebrantable, sino atormentado por la pregunta: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Me 15, 34). Este grito es el comienzo del Salmo 22. Algunos intérpretes, entre ellos BULTMANN, piensan que se trata de un salmo de desesperación. Jesús habría muerto, como tantos otros hombres, sumido en la desesperación. Otros exegetas, más benévolos, piensan que el Salmo 22 no es de desesperación, sino de confianza puesta duramente a prueba. En todo caso, lo cierto es que no se trata de un salmo de confianza ingenua; más bien revela una muerte conflictiva.
Tal vez no haya inconveniente en que sea ésta la actitud del creyente frente a la historia y su sentido: por un lado, confianza, ya que Jesús de Nazareth parece haber vencido el símbolo último de la negatividad, la muerte; por otro, confianza sometida duramente a prueba, ya que la humanidad y, sobre todo, sus miembros menos privilegiados, aún sienten el peso de la negatividad, preguntan por qué y sienten el anhelo, en frase de HORKHEIMER, por «el totalmente otro».

Conclusión

PERMÍTASEME expresar la sospecha de que respuestas como la que hemos esbozado aquí -modesta y decidida a un tiempo- no habrían exacerbado, sino mitigado, la confrontación del cristianismo con el ateísmo humanista contemporáneo. En todo caso, me gustaría que no se me pudiese aplicar la mordaz ironía de VOLTAIRE: «Sólo hay una pequeña luz (la razón); viene el teólogo, dice que alumbra poco y la apaga». Desgraciadamente, la frase de VOLTAIRE es aplicable a gran parte de la apologética cristiana de los últimos siglos. Un fanatismo incontrolado y una seguridad ingenua, ciega y recalcitrante frente al laborioso progreso de la razón humana, ha cavado una profunda fosa entre la fe y la modernidad. La inexplicable vinculación del cristianismo a viejas y caducas concepciones del mundo y de la historia tiene en su haber una importante cadena de airadas deserciones y silenciosos abandonos. Lo peor es que la voluntad de aprender no parece todo lo nítida que sería de desear. A veinte años del Concilio Vaticano II, asistimos de nuevo en la Iglesia católica a un peligroso desplazamiento de acentos. De nuevo se mira hacia el pasado con el evidente propósito de volver a emplearse en tareas de recuperación no santas. Desde determinadas instancias, se niega el pan y la sal a los hombres comprometidos con el cautiverio de sus pueblos. Se priva así a estos pueblos, bastante desposeídos ya, del carácter liberador del mensaje de Jesús. Las reticencias frente a la teología de la liberación pueden ser de incalculables consecuencias. Terminemos ya. A su manera, el ateísmo humanista ha intentado responder a la pregunta por el sentido de la historia. En definitiva, ha hecho filosofía de la historia. Nosotros, sin dar del todo la razón a M. THEUNISSEN50 cuando afirma que «la filosofía de la historia no sólo ha brotado de la teología, sino que sólo sigue siendo posible como teología» pensamos que la reflexión teológica actual, con los niveles de rigor y compromiso con los marginados que ha alcanzado, puede contribuir no poco a iluminar el precario sentido de la vida.

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1 La prueba del laberinto, Ed. Cristiandad, Madrid 1980, P. 111.
2 Ibid.
3 ELIADE, M., La prueba del laberinto. Ed. Cristiandad, Madrid 1980, p. 122.
4 Véase la obra fundamental de E. BLOCH, El principio esperanza, 3 vols., Ed. Aguilar, Madrid 1977, 79, 80.
Remitimos también al Iibro de José A. GIMBERNAT, Ernst Bloch. Utopía y esperanza, Ed. Cátedra, Madrid
1983.
5 MARCUSE, H.; POPPER, K., y HORKHEIMER, M., A la búsqueda del sentido, Sígueme, Salamanca 1976, p.
112.
6 Ibid.
7 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1975, p. 15.
8 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1975, p. 33.
9 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1975, p. 31.
10 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1975, p. 35.
11 TIERNO GALVÁN, E., ¿Qué es ser agnósticos, Tecnos, Madrid 1975, p. 85.
12 Véase para todo este apartado Peter L. BERGER, Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós,
Barcelona 1971, pp. 151-181.
13 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 161.
14 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 161.
15 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, pp. 161 y ss.
16 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 162.
17 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 162.
18 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 163.
19 BERGER, P. L., Para una teoría sociológica de la religión, Ed. Kairós, Barcelona 1971, p. 158.
20 Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichie, edit. por G. Lasson, Leipzig 1917, p. 10.
21 Citado por K. LÖWITH, Weltgeschichte und Heilsgeschehen, Stuttgart 1967, p, 56. Véase también del
mismo Autor: Von Hegel Zu Nietzsche, Stuttgart 1969.
22 Vorlesungen über die Philosophie der Weltgeschichie, edit. por G. Lasson, Leipzig 1917, p. 10.
23 LówITH, K., Weltgeschichte und Heilsgeschehen, Stuttgart 1967, p. 57.
24 LówITH, K., Weltgeschichie und Heilsgeschehen, Stuttgart 1967, p. 58.
25 LówlTH, K., Weltgeschichie und Heilsgeschehen, Stuttgart 1967, p. 59.
26 Véanse los capítulos que H. KÜNG dedica a cada uno de estos autores en su libro ¿Existe Dios?, Ed. Cris-
tiandad, Madrid 1979. Sobre Feuerbach véase, además, M. CABADA CASTRO, El humanismo premarxista
de Ludwig Feuerbach, BAC 372, Madrid 1975. Del mismo Autor: Feuerbach y Kant: Dos actitudes
antropológicas, Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1980. Sobre Marx y Freud véase
M. UREÑA, E., Karl Marx economista, Tecnos, Madrid 1977. Del mismo Autor: La teoría de la sociedad de
Freud, Tecnos, Madrid 1977.
27 Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en Werke-Schriften-Briefe, Darmstadt 1962, vol. 1, p. 488.
28 KÜNG, H., ¿Existe Dios?, Ed. Cristiandad, Madrid 1979, p. 305.
29 Fragmente zur Charakteristik meines philosophischen curriculum vitae, en Gesammelte Werke, editado por
W. Schuffenhaucr, Berlín 1971, vol. X, p. 178.
30 Vorlesungen über das Wesen der Religion, en Gesammelle Werke, vol. VI, pp. 30 y ss.
31 Das Wesen des Christemtums, VIII, p. 115.
32 Das Wesen des Christemtums, VIII, pp. 191 y ss.
33 Vorlesungen über das Wesen der Religion, en Gesammelte Werke, vol. VI, p. 41.
34 BRAUN, H., Gesammelte Studien zum Neuen Testament und seiner Umwell, J. C. B. Mohr, Tüblngen 1971,
p. 34I. Para una respuesta desde el ámbito de la fe cristiana, véase KASPER, W.: Inlroducción a la fe,
Sígueme, Salamanca 1976.
35 Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en Werke-Schriften-Briefe, Darmstadt 1962, vol. I, p. 489.
36 Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, en Werke-Schriften-Briefe, Darmstadt 1962, vol. I, p. 489.
37 Kritik der Hegelschen Rechsphilosophie, en Werke-Schriften-Briefe, Darmstadt 1962, vol. I, p. 497.
38 Grundfragen systematischer Theologie, Göttingen 1967, pp. 251 y 393.
39 BONHÖFFER, D., Akt un Sein. Transzendentalphilosophie und Ontologie in der systematischen Theologie,
Munich 1964, p. 94.
40 PANNENBERG, W., Wie kann heute glaubwürdig von Goll geredet werden?,
en F. LORENZ (ed.), Gollesfrage heute, Stuttgart 1969, p. 52.
41 PANNENBERG, W., Wie kann heute glaubwürdig von Gott geredet werden?,
en F. LORENZ (ed.), Gotiesfrage heute, Stuttgart 1969, p. 52.
42 MOLTMANN, J., Goitesbeweise und Gegenbeweise, Wupertal 1967, p. 9.
43 ANTISERI, D., El problema del lenguaje religioso. Dios en la filosofía analítica,
Ed. Cristiandad, Madrid 1976, pp. 136-139.
44 Véase para lo que sigue Manuel FRAljó, La resurrección, sentido para una
humanidad irredenta: «Sal Terrae», 3 (1980), pp. 201-212.
45 BULTMANN, R., Geschichie und Eschatologie, Tübingen 1964, p. 184.
46 PEUKERiIi, H., Wissenschaflslheorie-HandlungstheorieFundamentale
Theologie, Düsseldorff 1976, pp. 278 y ss.
47 MARCIJSE, H., POPPER, K., y HORKHEIMER, M., A la búsqueda del sentido,
Sígueme, Salamanca 19 76, p. 105.
48 MARCUSE, H.; POPPER, K., y HORKHEIMER, M., A la búsqueda del sentido,
Sígueme, Salamanca 1976, p. 106.
49 MARCUSE, H.; POPPER, K., y HORKHEIMER, M., A la búsqueda del sentido,
Sígueme, Salamanca 1976, p. 106.
50 THEUNISSEN, M. Gesellschaft und Geschichie. Zur Kritik der kritischen
Theorie, Berlín 1969, pp. 39 y ss.
MANUEL FRAIJÓ NIETO
REALIDAD DE DIOS Y DRAMA DEL HOMBRE
Cátedra de Teología Contemporánea
Colegio Mayor CHAMINADE. Madrid 1985 . Págs. 9-66
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